El libro constituye un ambicioso tratado donde el autor, a la manera de Descartes, parte definiendo la existencia de las leyes que controlan el mundo físico, hasta analizar las inventadas por los seres humanos para regular su conducta en sociedad. Concluye que cada país necesita sus propias leyes, elaboradas tomando en cuenta la idiosincrasia, las tradiciones, el clima, e incluso la geografía de cada pueblo. A este cúmulo de características, es lo que justamente denomina "espíritus". Queda claro que las leyes deben derivarse de la moral, así como del derecho natural, es decir, de la facultad que cada individuo posee como ser vivo para defenderse a si mismo, a su familia, a su libertad y a su propiedad. Bajo este argumento, Montesquieu recalca que la función del Estado debe ser proteger y garantizar estos derechos: la esclavitud, la tortura y la persecución religiosa, no deben ser aceptadas en ningún régimen, puesto que atentan directamente contra lo que es necesario defender. El autor agrupa las formas de gobierno en tres: monarquía, república y estado despótico. Cada uno con sus propias leyes, códigos morales y "espíritu", bajo los cuales el gobernante está obligado a actuar, se desea preservarlo: la monarquía debe estar regida por el honor; la república, por la virtud y el amor a la patria; y el despotismo, por el terror. Esto no quiere decir que cada característica sea exclusiva a determinado gobierno, simplemente son las predominantes. El Espíritu de las Leyes constituye un parteaguas en el pensamiento jurídico, político y social del siglo XVIII, y es considerado un triunfo del movimiento liberal, opositor al despotismo imperante.